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De-mente para afuera – Julieta Muñoz
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27 Jul

De-mente para afuera

“Tu mente tiene el poder para manifestar en el mundo físico lo que estás pensando con intención”. Paula reflexionó sobre esta frase que escuchó en una de las tantas clases magistrales en línea sobre conciencia que había tomado en los últimos cinco años. No era un concepto nuevo, ya lo había oído de algún otro gurú en alguna otra charla motivacional. Hace tiempo que buscaba su propósito en la vida, la inspiración para vivir, una fórmula para combatir su depresión. Paula estaba muy consciente de que su mente le jugaba sucio con frecuencia. Los pensamientos positivos se escapaban rápidamente y los negativos se adherían como pega “brujita” en su mente—dolía si trataba de desprenderlos. Había pasado horas en YouTube escuchando TED Talks sobre cómo combatir la ansiedad, cómo ser feliz y cómo encontrar su pasión. La motivación duraba un par de días, a lo mucho, en los que se alimentaba bien, tomaba vitaminas, hacía yoga y leía en las noches. Pero la nube sobre su cabeza siempre volvía y sentía haber retrocedido aún más.

Paula sufría de problemas digestivos, dolores musculares y fatiga en general. Le habían diagnosticado diferentes cosas en el transcurso de los años: fibromialgia, colon irritable, anemia y depresión. Los medicamentos surtían efecto durante varios meses, pero el cuerpo se acostumbraba más pronto que tarde y volvían los síntomas. En este punto en que sus malestares eran crónicos resultaba difícil saber si lo físico afectaba lo mental o viceversa o simultáneamente. En sus mejores días, se animaba viendo películas sobre personajes de la vida real que habían logrado grandes cosas o superado increíbles retos. En sus días negros escuchaba música de cualquier género que tuviera letras trágicas—engaños o rupturas amorosas eran su preferencia. Recordaba, rencorosa, que estaba soltera hace más de un año luego de una buena relación en la que “perdió interés sin razón aparente”, según su ex pareja.

Un día cualquiera, Paula despertó sudando y asustada. Le vino una premonición fatídica sobre su estado de salud. “Seguro tengo cáncer de estómago o colon o algo así”. Varios artículos que había leído en Google señalaban que las condiciones crónicas pueden traer consecuencias más graves. Sintió un hueco en el estómago, como cuando uno tiene hambre, pero lo interpretó con toda la fatalidad posible. La angustia se ahondó cuando se dijo que pensar que tenía cáncer haría que el cáncer se manifieste. “Cuánto me ha servido ver todas esas charlas…” – expresó con sarcasmo. Luego de unos minutos, se echó a llorar desconsoladamente, pensando en su depresión, en su negatividad y en el supuesto cáncer que había creado con su mente.

Se preparó un café filtrado y mientras hacía scroll en su Facebook saltó una memoria de hace 10 años: una foto de una cascada en la selva. Sabía muy bien en dónde fue tomada y por quién. Le invadieron muchas otras imágenes de ese viaje que no fueron capturadas en foto. Siguiendo la lección de que nada sucede por coincidencia, sino porque uno lo pidió conscientemente, buscó el contacto entre sus amigos de Facebook. En menos de una hora había organizado un viaje de 5 días para refundirse en la selva en busca de una sanación alternativa.

Las carreteras habían mejorado significativamente desde la última vez que emprendió un viaje hacia el oriente. Incluso se podía llegar en auto hasta la entrada de la comunidad, ya no era necesario tomar una canoa y caminar varias horas. La presencia de los colonos también era evidente—más casas, más vacas y caballos, menos árboles. El “progreso” había llegado a este lugar verde que Paula recordaba como lejano, prístino y mágico. La familia le dio la bienvenida con la calidez de siempre y le mostraron las mejoras que habían hecho durante la pandemia. Paula reconoció algunas caras, pero siempre fue mala para los nombres. Había muchos niños de diferentes edades, todos primos o hermanos entre sí, curiosos por saber quién era esa chica de tez blanca, casi transparente, que había llegado con una maleta de panda.

Su habitación estaba alejada del resto de las casas, en un terreno donde había un corral con gallinas, gallos, patos y pavos. El bosque se alzaba en las inmediaciones de la casa, incluyendo un gran ceibo que horas antes había servido de puente para un grupo de monos chichicos. El baño no tenía puerta y la ducha estaba a la intemperie, justo frente al cordel para colgar la ropa. La habitación tenía un colchón sobre el piso con sábanas que olían a humedad y una almohada poco cómoda. No esperaba ningún lujo, de hecho había añorado la simplicidad del lugar y optó por poner su teléfono en modo avión (no quería usar el internet). Antes del anochecer se dirigió a la cocina comunal y tomó varias tazas de té de guayusa en preparación para su primera sesión de medicina.

Tabaco. Un vaso entero. Un sorbo de agua para limpiar la boca. Respirar profundo varias veces hasta que el estómago se asiente. Paula no fumaba, pero sabía que tomar tabaco era muy diferente a inhalarlo. Había comido ligero, tal como le habían indicado, pero aún así la medicina parecía no tener mayor efecto en su cuerpo. Mientras el curandero llevaba la ceremonia con cantos en kichwa y agitando la surupanga para limpiar las malas energías, Paula esperaba que la medicina le subiera a la cabeza. El mareo tardó mucho en llegar, pero el llanto fue veloz. Pensó en el cáncer, no solo el que quizás residía en su cuerpo, sino el cáncer que sus padres ya habían alojado. Le envolvió la angustia y revivió el duelo. Imaginó su propio funeral, confundida, dudosa de sentir felicidad o tristeza. Las emociones desbordaban con sus lágrimas, incontrolables y abundantes. Expulsó (vomitó) poco pero sintió alivio, y mucho frío. Al cabo de unas horas se quedó dormida.

El sueño no fue reparador, principalmente porque duró poco. Los gallos empezaron a cantar a todo pulmón a las 4 am. La mañana fue sumamente lenta, entre caminatas cortas a la cocina, entre el bosque, la ducha y una siesta. En la tarde, Paula se bañó en el río junto con los niños y las mamás que estaban lavando la ropa. Entrada la noche le esperaba otra sesión de sanación, pero esta vez no tomaría ninguna medicina. El curandero quería que su cuerpo descansara, aunque el efecto mental de la ceremonia fue igual de intenso, provocando nuevamente mucho llanto, angustia y ansiedad. Hubo una segunda medicina para tomar en la mañana, pero la indigestión continuaba. Y el canto de los gallos no se hizo esperar, entre las 4 y 5 am.

Mal dormida y mal comida (poco apetito), cobró fuerzas para caminar hacia la cascada que había despertado su deseo de volver. Su guía (uno de lo jóvenes) le llevó por un sendero distinto y por un momento se perdieron entre una cosecha de maíz y caña, teniendo que romper ramas y troncos para salir de la maleza. La cascada se veía diferente, menos grande, menos caudalosa y con mucha más gente. Se habían abierto otras rutas para llegar a ella desde otras partes de la comunidad y ahora parecía ser un sitio cotizado para retiros espirituales. Paula subió hasta la tercera poza donde pudo bañarse sola y tranquila, rezando que el agua fresca se lleve sus preocupaciones y calme el fuego de su estómago. En la noche volvió a tomar el té de guayusa y se preparó para la siguiente sesión.

Ayahuasca. Un vaso entero y medio vaso de agua para bajar el amargor. Su sabor inconfundible desató recuerdos de ceremonias pasadas. El curandero invocó a los espíritus de la selva con sus cánticos mientras Paula estaba sentada frente a él, cruzada de piernas, cabeza baja y temblando. Miró hacia el bosque y aparecieron las luciérnagas, advirtiendo de la llegada de la anaconda. Era la señal habitual: luciérnagas y mareo. La anaconda empezó a trepar por su torso, dando vueltas, bailando hasta llegar al cuello. Cuando devoró la cabeza hubo una explosión de sensaciones y de visiones. Paula podía ver las ondas sonoras y las ondas electromagnéticas moviéndose a su alrededor, psicodélicas y de neón, atravesando su cuerpo y conectándose con todo. Los sonidos estallaron y podía escuchar frecuencias fuera del rango auditivo normal. Sentía, olía y oía todo con intensidad, al mismo tiempo, constantemente. Podía ver el sonido y escuchar el campo eléctrico.

Surrealismo. Vio su cuerpo transformarse en todos los elementos, uno tras otro, regenerándose. Primero hay agua, una cascada correntosa que riega el bosque y se filtra en la tierra. Tierra negra y roja, fértil, que germina la semilla de un ceibo y crece frondoso hasta topar el sol. El fuego quema desde la raíz, el tronco y las ramas, desprendiendo cenizas que se elevan por el aire. La ráfaga de viento crea tormentas y nubes que luego lloran. Otra vez hay agua, tierra, fuego y aire, haciendo ciclos en el cuerpo de Paula, todo mientras el sonido y los colores del universo retumban en su cabeza y sus oídos. La experiencia es sobrecogedora, aterradora y bella a la vez. Una lluvia torrencial de emociones le empapó: angustia, dolor, miedo, felicidad, gratitud. Paula acaricia su cuerpo, acaricia su rostro mojado, acaricia su vientre ardiente, sus pies fríos. Puede ver y sentir cada molécula que forma su cuerpo, cada cicatriz en su cara y cada estría en sus piernas. Se toca y se reconoce, se mira y se ama, se pide disculpas y se acepta, tal cual es, tal cual está. Vulnerable. Expuesta.

La purga fue más mental que física. Alivió pocas veces mientras lloraba. Le sobrevino un miedo descomunal, un temor al abandono y al olvido. Paula no quiere estar sola en ese salón. No lo dice, pero lo piensa y parece que el curandero lo escucha. Le acompañan por varias horas hasta que recupere la calma. Le cubren con una cobija y le dejan un balde a la mano—la anaconda sigue rondando. En medio de la noche, tambaleándose, alcanza la cama en su habitación y le suplica a la medicina que le conceda descanso. Puntualmente, a las 4 am empieza el coro de gallos. Paula no lo oye hasta las 5 am, pero se levanta a las 8 am. Regresó a la cascada pensando en la visión que tuvo, recitando rimas que compuso en ese momento, agradeciendo al agua. Mientras camina sola por el bosque se detiene en el ceibo gigante, anhelando que le crezcan raíces firmes y profundas y brazos tan extensos que puedan alcanzar cualquier sueño. Se queda admirando la luz atravesando las hojas y ramas; el tiempo se detiene y luego se acelera. Llega la noche, la última sesión.

Tabaco. El brebaje lleva todo el poder del curandero. No transcurren ni 15 minutos y Paula se aferra al balde. El momento de la purga se va intensificando a medida que la medicina abarca toda la cabeza. Las olas de mareo hacen vibrar a todo el cuerpo hasta que activan al intestino que había estado adormecido. Le ayudaron a llegar hasta el baño sin puerta y Paula se encendió como una llama apenas se sentó en el trono. Se quitó toda la ropa mientras sudaba a chorros—su sangre hervía, incendiando todo. Regresa al salón, apoyándose en las paredes para no caer. Poco después vinieron los escalofríos y el cansancio que le obligaron a tirarse sobre el piso, muy quieta y bien arropada. Los intervalos entre mareos eran cortos, no le permitían recuperarse para la siguiente purga. Trató de provocarse el vómito para que la medicina deje de ser absorbida por su cuerpo y el mareo cese. Es inútil, así no funciona el proceso de curación y ella lo sabe, pero está entrando en desesperación y la fatiga es absoluta.

Paula añora el ruido de las ondas de la noche anterior para apaciguar sus pensamientos que hablan a gritos. Se concentra en la respiración, algo tan básico que hacerlo a conciencia requiere mucha energía. Reposa las manos sobre su vientre, avivando el fuego purificador. Sin noción del tiempo, Paula reza para que la medicina le otorgue salud física y mental, pero sobre todo emocional. La purga mental siempre es más inclemente y agotadora: los pensamientos destructivos son inquilinos que se rehusan a salir por las buenas. Ignorarlos es infructuoso. Es necesario enfrentarlos y desalojarlos sin vacilación. Desgarran la psiquis y dejan huellas visibles, pero es mejor que salgan de mente para afuera. Libertad al demente. Exilio.

Silencio. Al fin hay silencio. Paula se levantó con un ligero dolor de cabeza. Se duchó a la vista de los gallos, gallinas y patos. Recogió sus cosas y las llevó a la casa principal. Tenía la impresión de que estaba olvidando algo, pero no identificaba qué. Le dolía la espalda, pero se sentía más ligera, como si hubiese perdido peso. “Estoy dejando mi ADN en este bosque” – bromeó consigo misma pensando en todos los baldes que llenó. El bosque absorbería toda la energía que expulsó en los últimos días, la buena y la mala, para reciclarla de vuelta al universo. Era hora de despedirse de la selva y agradecerle por abrirle los ojos, que no era poca cosa. Cuánto duraría la claridad, solo ella lo podría decidir. Cada día, con cada intención, cada idea, limpiando su mente y echando para fuera lo que lastima. Demente, ya no más.

Julieta