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El valor del sufrimiento – Julieta Muñoz
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3 Jul

El valor del sufrimiento

¿Por qué les pasan cosas malas a la gente buena? Equilibrio. Porque la vida necesita equilibrio, porque las cosas no pueden ser color rosa todo el tiempo, de lo contrario nunca habría aprendizaje. Mucho de ese aprendizaje sucede por comparación, cuando comparamos épocas felices con momentos tristes y hacemos el balance de nuestras vidas. Si tengo más memorias agradables, mi vida debe ser mayormente feliz. La felicidad, al igual que la tristeza, es una decisión.

Recuerdo el día en que mi papá me dijo que la enfermedad de mi madre era incurable y que inevitablemente moriría. Estábamos en el auto yendo de la oficina a la casa. Lloré mirando hacia la ventana. No sé si fue desde ese mismo día, pero a partir de aquella noticia empecé a despedirme de mi madre. En su habitación, ella estaba acostada en una cama de hospital, de esas que se pueden reclinar y ajustar, y yo dormía a su lado en una cama de 1 plaza que mi papá había comprado. Tomábamos turnos para cuidarle en las noches y siempre que era mi turno, yo le hablaba, ya en la oscuridad, mientras lloraba. Mi duelo comenzó antes de su fallecimiento. A veces pienso que eso me ayudó a soportar el dolor de su partida. Otras, creo que simplemente extendió mi sufrimiento. Tiendo a sufrir por adelantado; los psicólogos lo llaman ansiedad.

En las mañanas, una enfermera le cuidaba, le bañaba, le daba masajes y le alimentaba. En las tardes, había varias personas que le acompañaban. Ya en la noche, me preparaba para una velada en desvelo. Descansar era difícil y una ocasión me desmayé junto a su cama, mi brazo colgado del riel, caí al piso en cámara lenta. Mi madre solía pasar adormecida en el día, pero en las noches se despertaba, porque recibía visitas. Cuando aún podía hablar, me pidió que les atienda a sus invitados, que les ofrezca un té. Yo les decía que hagan visita a una hora más decente. Un día, le visitó mi tío Hernán, quien había fallecido unos años atrás, y mi mamá decía que le vino a buscar, porque ya era hora de irse. Las otras noches siempre le oía susurrar, hablar bajito, incoherencias a mis oídos, pero tenía grandes conversaciones con sus visitantes, a veces durante horas. Finalmente, callaba a eso de las 6 am, cuando ya había luz y cantaban los pájaros, entonces, cansada de tanta actividad nocturna, se quedaba dormida.

La última vez que mi madre me vio a los ojos fue el día en que falleció. Meses antes había dejado de hablar, de sonreír, de mirar fijo. Estaba en un estado de limbo constante, perdida en su mente divagante, sin conciencia. Decir que verle marchitarse como una flor sin sol o un árbol sin lluvia fue duro, es una subestimación. Mi madre sufrió intensamente por varios años. No fue un cambio sutil, sino desgarrador. No saber qué siente, qué piensa, si nos puede escuchar, si quiere decir algo, si está presente, tener esa duda es terrible para quien lo presencia y no puede cambiarlo. Un día, cuando mi mamá aún estaba lúcida, le pedió a mi papá que le lleve a Suiza para practicarse la eutanasia. Su dolor había llegado a ese punto en que añoraba morir. El umbral de dolor de mi madre era sumamente alto, por lo que solo de imaginar lo que estaba sintiendo para hacer una petición así me dio escalofríos.

El dolor transforma a las personas. Esto fue notorio durante la enfermedad de mi padre, inmediatamente después de que mi madre falleciera. Su salud ya estaba afectada hace años, pero se dedicó a cuidar a mi mamá, pensando que lo suyo no era tan grave. Mi papá desarrolló múltiples personalidades que se pueden clasificar en dos categorías generales: el pesimista y el optimista. Éstos, a su vez, tenían subcategorías, entre ellas: el quemeimportista, el inspirador, el agradecido, el cínico, el quejumbroso, el antisocial, el comediante. Todo en un mismo cuerpo y una misma mente, batallando constantemente. El factor común en sus diferentes etapas era el dolor, específicamente el dolor físico. ¿Podrías trabajar en horario normal, 8 horas al día, si tuvieras migraña? ¿Podrías sonreír cuando te cuesta respirar? ¿Tendrías apetito si tu estómago siempre está hinchado? A eso súmale el dolor emocional de haber perdido a tu pareja de 40 años y de repente encontrarte solo en tu habitación, sin tener con quién conversar, durmiendo en un cama que parece enorme sin la otra persona. La depresión de mi padre era evidente y tenía varias capas, unas más gruesas que otras. Aprender a lidiar con todas sus personalidades fue demandante y muchas veces fallé.

La culpa es otro tipo de dolor. Cuando estás rodeado de dolor, es difícil mantener una actitud positiva. Mi comportamiento fue deplorable en varias ocasiones y aún revivo ciertas memorias, asentuando la culpa. ¿Por qué no fui más paciente, más amable, más cariñosa? Uno reacciona de acuerdo a las circunstancias del momento y he tenido que aceptar que durante estos períodos de enfermedades catastróficas, ser débil de carácter es común y, hasta cierto punto, aceptable. Di lo que puede dar en ese momento y mantener la culpa no cambiará el hecho de que mis padres ya no están.

Estas experiencias me hicieron cuestionar la vida, la moral, la ética. Más allá del dolor que todos sentimos por la muerte de un familiar, que es normal, que a todos nos pasa, es aceptar que la vida es cruel con las personas buenas. En las famosas etapas del duelo hay la ira, en la que uno trata de buscar culpables o por lo menos explicaciones que ayuden a asimilar todo el proceso. Yo no estaba enojada porque mis padres fallecieron, sino por cómo murieron. Todo lo que pasaron, el calvario de años, es lo que me daba más rabia. ¿Por qué personas buenas tenían que sufrir tanto? ¿Qué estaban pagando? ¿El karma existe? ¿Dónde estaba la mano de Dios? No encontré la respuesta en ninguna religión ni creencia espiritual. Sencillamente, la vida es así; shit happens.

Habrá quienes se motivan con el dolor, prometiéndose a sí mismos que van a salir de eso. Muchas historias inspiradoras son así: la persona pasa por un trauma, lucha por salir del hueco y sale triunfante. La actitud hacia la vida es lo que define su trayectoria. Es más importante lo que haces que lo que dices, porque conviertes tu vida en un vivo ejemplo, bueno o malo. Entonces si pasas por una etapa dolorosa en tu vida, con pérdidas, decepciones, traiciones y sufrimiento, es tu decisión revivirlo día a día o transformarlo en una lección de vida para ti mismo. Todos sufrimos y todo sufrimiento es válido, porque cada quien siente diferente. El proceso de sanación también es muy personal. Hasta ahora, la lección más importante que me ha llegado es la humildad. La aceptación viene de la humildad: aceptar que la vida ha cambiado, que has fracasado, que tienes que empezar de nuevo. Alguna vez mi madre me dijo que estaba agradecida con la enfermedad, porque le enseñó muchas cosas. Le dio perspectiva. Hay que darle la importancia necesaria a las experiencias negativas, pero solo la suficiente. Busca equilibrio. Encuentra el balance entre tu sufrimiento y tu alegría. Recibe la lección con gratitud y continúa. Al final, todos podemos hacer que la balanza de nuestra vida se incline hacia la felicidad.

Julieta