El año de la (des)gracia
Mi mamá decía que los años pares traen dificultades, desgracias, obstáculos. La experiencia lo había corroborado. Estafas, robos, muertes… tenían a los años pares como factor común. En cambio, en los años impares había felicidad, éxito, desarrollo. Mi hermano y yo nacimos en años impares. Según esta teoría, habríamos sido parte de esas alegrías. Con el paso de los años y mi propia experiencia, a veces me convenzo de que mi mamá estaba en lo correcto.
En el 2008, mi madre tuvo cáncer al seno. Fue el comienzo del fin, como se dice vulgarmente. Ese mismo año yo volví al Ecuador luego de 5 años de estudios en el extranjero, lo cual supuso un triunfo para mí, algo positivo, pues había logrado obtener una maestría. Dos años después, la empresa familiar recibió un golpe fuerte, un abuso de confianza, el cual no creo haber superado hasta la fecha. Aunque sobrevivió a la quimioterapia y recuperó el cabello y el buen semblante, 8 años después de la primera enfermedad, en un año par, en el segundo mes del año, mi madre falleció por metástasis a los huesos.
Viajar siempre había sido mi escape, mi terapia, mi adicción. El 2016, obtuve mi récord de visas y sellos en el pasaporte—visité 6 países diferentes y pasé por aún más aeropuertos para llegar a mis destinos. Mi madre había muerto y yo no sabía cómo asimilarlo de otra forma sino cambiando de ambiente, buscando distracción para mi mente y poniéndome retos para afrontar la nueva realidad. Hasta hoy, no sé si mi propósito fue logrado.
En febrero de este año, un año par, mi padre falleció con linfoma, dos días después del aniversario de mi mamá. Tres semanas después, llegó la pandemia del coronavirus y el mundo se fue cerrando y encerrando. En esta ocasión, una desgracia global impidió que recurra a mi terapia tradicional: viajar. Confinada a mi casa y sin saber cuántos días pasarían hasta poder salir de ella, empecé por recorrer los armarios, los cajones, los libreros, las bodegas, las habitaciones. Abrí muchas cajas que habían estado selladas mucho tiempo, tiré ropa que no se había usado en décadas, limpié rincones que estuvieron oscuros durante años. Fue como una purga divina a la casa donde he pasado casi toda mi vida. La limpieza estuvo acompañada de muchas lágrimas que brotaron con recuerdos y otras que salieron por nuevos hallazgos. Dicen que parte del duelo es descubrir y aceptar la humanidad de los padres, verles como personas comunes, como pareja y como individuos que tuvieron aciertos y cometieron errores.
Superar una pérdida no es sencillo. Este año, también perdí mi empresa y mi legado. Nunca había vivido el desempleo ni la desocupación. El primer mes de “descanso” fue bien recibido, con mucho Netflix y tutoriales de YouTube, pero a medida que avanzaban los días de “no hacer nada”, dicho descanso se convirtió en desespero. La incertidumbre que trajo la emergencia sanitaria a escala global sólo empeoró la ansiedad que ya sentía con todos los cambios que sucedían a mi alrededor, todo tan rápido e implacable. Para ahondar mi quebranto, a finales de noviembre, una prima falleció por las secuelas que el COVID-19 dejó en su sistema respiratorio.
Miles de personas se identificarán con esto. Se han escrito cientos de posts sobre la pandemia, sus desgracias y sus lecciones de vida. Que trajo la peor crisis económica de la historia. Que es la amenaza biológica más terrible del siglo. Que causó daños irreparables en todos los aspectos de la vida. Que hay que valorar los pequeños lujos, como tener un techo y una cama. Que hay que apreciar nuestro trabajo y dar gracias por nuestra familia. Que hay que cuidar la naturaleza. Que la salud es la mayor bendición. Y tantas otras frases que han circulado por el mundo, tratando de esparcir sabiduría y esperanza para contrarrestar los impactos negativos.
Sin duda, es un año de pérdidas. Un año de angustia, tensión e inseguridad. Un año que muchos quisieran que nunca hubiera ocurrido, que quisiéramos borrar de la historia. Un año par, el año de la desgracia según la teoría de mi mamá. Pero también ha sido un año de retos que han demandado flexibilidad y creatividad. Un año de adaptación en varios niveles, de avance tecnológico e innovación. ¿Qué puedo decir en mi caso particular? Es el año que me dejó huérfana, desempleada y agobiada. Sin embargo, es el año que me permitió descansar mentalmente, que me incentivó a retomar el yoga, que me hizo pedir ayuda, que me forzó a iniciar un viaje interno. Es el año que me dio una pareja estable a pesar del desequilibrio mundial. Ha sido el año del amor y de la gratitud. Es el año que me obligó a cambiar mi enfoque. Puede sonar cliché, pero es real. Cualquier acontecimiento puede ser nefasto o glorioso dependiendo de cómo lo miremos. Es una lección simple, pero poderosa. Es una lección que debemos re-aprender cuantas veces sea necesario.
Quiero terminar diciendo que mi madre era la persona más optimista y positiva que he conocido. Ninguna calamidad era más fuerte que su espíritu, incluso cuando sabía que no se recuperaría—aceptó que su vida sería corta, como alguna vez me dijo, que sabía que moriría joven, que no conocería a sus nietos, pero que era hora de librarse del dolor y fundirse en descanso eterno. Quiero pensar que hoy día mi mamá diría que debo cambiar la perspectiva de mi situación y que su teoría es real en la medida que yo quiera creerlo. El año de la des-gracia puede simplemente ser el año de la gracia, sin importar si es par o impar.