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Pañacocha – Julieta Muñoz
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Pañacocha
20 Nov

Pañacocha

Entrelazadas nuestras manos, tomamos el camino hacia el bosque. El sonido de las hojas secas debajo de nuestros pies, el viento rozando las ramas de los árboles, y la lluvia ligera tocando las copas de los árboles empezaron a formar una orquesta. Se unieron los grillos, muchos de ellos, y los pájaros a la distancia, cortejando en lo alto cerca de las nubes. Entonces seguimos hasta perdernos de los ojos curiosos y de las voces chismosas, hacia el manto verde y rugoso que iba acercándose cada vez más, como cobijándonos. Paramos un momento para llenar nuestros pulmones de aire y simplemente contemplar el entorno. Sentí sus brazos rodear mi cintura y apretarme hacia él. Acercó sus labios a mi cuello y respiró fuerte para que pudiera sentirle, como haciendo acto de presencia. Y ahí empezó la danza. La orquesta despertó con un vuelo intenso, primero el viento como si fuesen flautas, luego las hojas como si fuesen violines y finalmente los grillos como campanillas y timbales, todos en perfecta armonía y coordinación. Fue una invitación abrupta, pasional y excitante a un baile prohibido y pecaminoso. La sangre recorrió cada vaso y vena conocido en el cuerpo en cuestión de segundos, haciendo que ardiera y sudara con agonía y placer. El bosque nos abrazó, formando un aro de energía que circulaba desde adentro hacia afuera, emanando y reciclando energía, haciendo de nosotros la línea de conexión entre tierra y éter. De pronto un remolino nos absorbió por un instante, halándonos hacia arriba, a la vez que los grillos sacudían sus piernas con más fuerza y rapidez, creando un martilleo constante y regular como las hojas de la surupanga sobre la cabeza en nirvana. Un trance fugaz. Y erupcionó el volcán. La energía se canalizó hacia abajo, retornando a su origen, y el cuerpo se volvió una pluma. Dejé todo mi peso caer sobre él, sobre sus brazos fornidos, y me di vuelta para encontrar sus ojos. Sí, él estaba ahí, y yo también. El sacha runa nos había juntado en ese pequeño espacio verde con una ceremonia que pareció recorrer un milenio y un beso para cerrar el fuego. Entonces tomé su mano y caminé liviana, sabiendo que ese momento duraría para siempre.​​

Julieta

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