Antisana: entre lágrimas y esplendor
A esa velocidad, la nieve se sentía como trozos de vidrio golpeando contra el rostro. Pero era imprescindible caminar con el cuerpo virado hacia ese lado para poder descansar el pie izquierdo por un momento, y luego cambiar al otro lado para descansar el derecho. Y así prosiguió el ascenso del Antisana, trepando recto, a veces en zig zag, con la nieve de agujas y el viento frío que daba la sensación de estar a -10ºC. Gracias a los guantes prestados, los que se llevó al Everest, jamás se me entumecieron las manos. Al menos tenía ese consuelo, porque en cambio las botas, alquiladas de la mejor tienda, me lastimaban los talones con cada paso que daba. Livianas, cómodas y de un color azul bonito, pero el crampón creaba una presión fuerte que hacía que la fricción del cuero con mi media traspasará la piel. Sentía cómo la piel se iba desprendiendo poco a poco. Y no había remedio, porque con el crampón flojo tampoco no se podía caminar. No quedaba más que aguantar el dolor. Ya llevábamos 4 horas caminando y la montaña se veía igual de alta.
—¿Cuánto vamos?
—Quizás un tercio del camino—dijo el guía.
—¿Un tercio? Nos falta un montón…—mi voz se quebró ligeramente.
—¿Estás bien? ¿Te duele algo?
—Sí, los pies. Las botas me lastiman el talón. Y me duele un poco la cabeza.
—Avancemos hasta donde están las otras cordadas y ahí vemos si te bajas con alguien. Toma agua.
Hidratarse, siempre insisten en eso. Pero yo no quería tomar demasiada agua. Orinar seguía siendo mi mayor miedo desde mi primer ascenso en glaciar al Cotopaxi. ¿Cómo voy a bajarme el pantalón con el arnés encima, parada en pendiente y encima con viento? Sí, es la peor pesadilla, peor que la bota. Sentada, escondí la cabeza entre las piernas, me tapé la cara con el buff hasta justo debajo de los ojos, y lloré. Lloré con intensidad, tratando de no hacer ningún sonido, aunque el viento ocultaba bien cualquier gemido. Nadie se percató de mi llanto, así que tomé aire y me levanté, pretendiendo también que nada inusual había pasado. Seguimos la ruta y a medida que iba subiendo me hablaba a mí misma en islandés, no sé por qué, tratando de calmarme. “Róleg, elskan, vertu róleg. Svona. Róleg”. A ratos sentía el desgarre de la piel y me salían las lágrimas de nuevo, ahondando la frustración. Llegamos al embotellamiento, donde estaba el resto de cordadas haciendo fila india para poder subir un muro de nieve. Miré hacia el cielo para distraer mi mente del cansancio, del dolor y del frío en la cara, y admiré un largo rato las miles de estrellas. La noche estaba bellísima, como pocas veces la he visto. Me repetía una y otra vez que valió la pena el maltrato para contemplar ese manto estelar. La mente se convence de cualquier cosa si lo repetimos suficientes veces. Por fin, fue nuestro turno de trepar el muro para caer en una especie de canal o trinchera donde se había acumulado la nieve. Desde ese punto, era necesario hacer un ascenso por una pared vertical que se veía poco amigable. Antes de que el guía líder tomara la decisión de bajar, yo ya estaba lista para dar la vuelta. Nuestro nivel técnico y nuestro ritmo no permitirían que llegáramos a la cima, al menos no en buen estado y no en un tiempo óptimo. Cuando uno escala, a veces se olvida de que también hay que bajar. Con tristeza, renunciamos a la cumbre.
Por suerte, bajar libraba a mis talones de la fricción de la bota y sentí un alivio enorme. Pero ese alivio duró poco, porque ahora la espalda era la que sufría más. Llevaba menos peso porque casi ya no tenía agua y prácticamente traía puesta toda la ropa, pero la mochila parecía pesar toneladas. Con la subida mis hombros estaban sensibles y mi cuello estaba tieso, pero la bajada me presionaba la columna como si la gravedad tuviera más fuerza. Se me rompe la espalda, bendita escoliosis—pensé. La distancia entre mis compañeros de cordada era lo suficientemente amplia para que no pudiéramos escuchar si el otro decía algo. Había que gritar o recurrir a los gestos con brazos y manos para transmitir el mensaje. Mis piernas se movían por inercia, sin hacer ningún esfuerzo, sólo siguiendo la huella del que iba delante. Miré hacia el cielo, ahora más claro, estando ya cerca el amanecer, y pensaba en mi madre, le pedía ayuda. Entonces empecé a llorar otra vez, más copiosamente, las lágrimas tan gordas que por momentos me cegaban y veía borroso. La luz de mi linterna se hacía cada vez más tenue, la batería a punto de morir, y la cortina de agua de mis ojos más densa. Pero era un desahogo obligatorio para poder continuar bajando. A medida que caminaba veía el cielo, la huella en la nieve, el horizonte, mis pies, y finalmente me permitía sentir la agonía de mis músculos. Ese dolor punzante en toda la columna bajaba del cuello hasta el coxis como un río de lava. No me quejé con el guía y nunca paré por el dolor, sino sólo para tomar fotos. Iba dejando mis lágrimas cálidas en los glaciares del Antisana, mientras pensaba en todo el peso emocional que llevaba en mi espalda, todas las cosas que intensificaban el dolor físico, porque la carga no era sólo la mochila, era mucho más. El triángulo de la angustia—el que se forma de los omóplatos hacia la espalda media.
Durante la noche, el triángulo ya se había hecho presente cuando trataba de dormir las cortas 3 horas que teníamos disponibles. Mi colchón inflable había perdido aire y mi bolsa de dormir no abrigaba lo suficiente. La etiqueta decía “confort -6ºC” pero era una vil mentira. En la carpa estábamos 3 personas, yo en el medio, así que eventualmente me calenté con el calor humano, pero estimo que apenas dormí una hora. En la tarde, cuando llegamos al campamento luego de caminar una hora desde el parqueadero de los buses, armamos la carpa como buenos novatos, como bien se pudo, y me acosté a descansar hasta que estuviera la cena. Era una tarde soleada increíble y la carpa parecía un sauna. Lo disfruté sobremanera, especialmente luego de haber cargado, sin razón, mi mochila hasta el campamento, supuestamente para calentar los músculos, pero logrando tan sólo que se enduraran. La gente afuera parecía estar en fiesta, hablando duro, riendo, moviendo cosas, haciendo que mi somnolencia se quedara en eso y no pasara a sueño profundo. Nos llamaron para definir las cordadas, algo que también me tenía nerviosa, y enseguida nos sirvieron la cena. Sólo pude comer la sopa de quinua, porque la ansiedad y tal vez la altura me provocaron una nausea leve. Me apresuré a la carpa mientras los otros seguían comiendo y hablaban como usando micrófono, a un volumen desconcertante. Y entonces sonó la alarma para el despierto a las 10 de la noche y la ansiedad golpeó de inmediato. Salí al baño, cerca del río, pensando en que no quería tomar una sola gota de agua hasta no llegar a la nieve para evitar que la vejiga se llene. Sentí los síntomas del soroche como queriendo florecer. Sabía que más eran nervios, porque hacia 6 meses no había estado en un glaciar. Antes de partir, conteniendo el llanto, me acerqué donde el guía líder y le pedí un abrazo que funcionó como analgésico y me tranquilicé, queriendo que el tiempo se congelara para sentir esa paz un poquito más. De la subida, lo peor fue el hielo, duro y resbaloso, el inicio de mi karma con la bota. El viento era soportable, si bien venía acompañado de las agujas de nieve.
Luego de las 3 horas de descenso, llegamos al campamento. Me quité la mochila y me senté en el césped para por fin quitarme las botas. Ya en este punto el contento fue reducido, pero me llenó la satisfacción de estar de vuelta en el páramo, con el sol en mi espalda y sin cargar nada. La montaña jamás se escondió, su esplendor blanco siempre visible y radiante, presumiendo toda esa belleza como para darnos envidia y provocar que volviéramos para coronar su cumbre a 5.704 msnm. Volveré… ¿Volveré..? No lo sé… quizás.