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En la penumbra – Julieta Muñoz
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27 Aug

En la penumbra

Te veo recostada en el lado derecho de la cama como cuando estabas viva. No sé cuánto tiempo llevas ahí, virada hacia mí, mirándome fijamente. El colchón de memory foam no es sólo buen marketing, realmente funciona. Mi espacio de la cama no se movió ni un centímetro cuando te echaste junto a mí. Recuerdo la escena en que el personaje de Jim Carrey salta sobre su colchón con una copa de vino en la esquina y no se desparrama como escena de crimen. Me reclamo que por qué pienso en esas tonterías cuando lo inquietante es que estás aquí. Esta cama es muy amplia, pero siento que ocupas toda su extensión.

La habitación está parcialmente oscura, fácilmente se distingue la forma de todo lo que hay, porque esas cortinas son delgadas y además el vecino tiene un reflector encendido para iluminar la calle y prevenir asaltos. Aún así, hace apenas unas semanas robaron dos autos de un edificio. Nuevamente mi mente se distrae, quizás es un mecanismo de protección, tal vez es simplemente cómo funciona el hilo del pensamiento. En todo caso, regreso mi atención a esta habitación de filtro blanco y negro, y trato de evitar tus ojos miel, pero no puedo. Estoy aterrada y siento cómo mi corazón se acelera. Al mismo tiempo, quiero tocarte para saber que estás presente. Estiro mi mano y antes de que te toque te deslizas hacia el otro lado, te enderezas y te pones de pie. Te pierdo de vista, me levanto como resorte y alcanzo a distinguir una sombra que se dirige al pasillo.

Escucho pasos en la habitación contigua, pero nunca abriste la puerta. Decido seguir el sonido. Pienso en Annabelle, no sé por qué, ni siquiera he visto las películas y apenas entiendo su trama, pero las muñecas antiguas siempre me han asustado. Me detengo cuando escucho los pasos en la habitación donde estoy. ¿Volviste a la cama? La silla mecedora donde coloqué a mi panda gigante está moviéndose. Vuelvo a pensar en Annabelle–¡o mejor dicho, en Pandabelle! Me digo que la ventana quedó abierta y el viento la meció, pero sé que no es así. Pandabelle tiene la cabeza caída como de costumbre—el cuello no soporta el peso. Se ve más relajado de lo normal, como si la mecedora lo hubiera arrullado. Me armo del suficiente coraje para caminar hacia la silla sin quitarle los ojos de encima. Pongo mi dedo índice dentro de la trayectoria del movimiento y a medida que la silla se topa con mi dedo va perdiendo inercia.

Tomo al panda gigante y siento un deseo incontrolable de abrazarlo. Lo acurruco sobre mi pecho como a un bebé y sus piernas gordas rodean mi cintura. Tarareo una canción de cuna que inesperadamente sale de mi memoria y camino alrededor de la sala de la habitación como cuando se pone a un niño a dormir. Siento un cansancio sobrecogedor y un peso sobre mi espalda, como si me estuviera aplastando una roca. Aún con el peluche en mis brazos, me recuesto al lado izquierdo de la cama, acomodo a Pandabelle en la mitad y cierro los ojos. Si hay alguien al otro lado de la cama, no lo siento. A medida que el sueño me vence, recuerdo tu rostro cuando aún estabas viva. Poso mi mano sobre Pandabelle y siento que otra mano se posa encima. Me quedo quieta. No falta mucho para el amanecer.

Julieta