Parálisis
Ya son tres días que no logro conciliar el sueño. Las visitas de las últimas noches me tienen con un ojo abierto y el otro asustado. Tendida boca arriba, no me atrevo a desviar la mirada del techo, pero mi vista periférica se concentra en la penumbra del resto de la habitación, esperando a que se materialice esa forma aterradora.
La primera vez que el espectro apareció, tuve más enojo que susto. Estaba plácidamente dormida, soñando con mi madre que había partido hace tres años. El sueño se había convertido en nuestro lugar de encuentro para revivir memorias y sepultar rencores. No recuerdo dónde estábamos exactamente, caminando tomadas de la mano, riéndonos, pero súbitamente fui transportada a mi habitación y pude ver aquella silueta siniestra y rostro iluminado de rojo, cubierto por una capucha. Se asemejaba al dementor de Harry Potter y su presencia me dio escalofríos. Un iceberg se asentó en mi pecho, mi cuerpo tiezo, y la escena se paralizó como si hubiesen pusaldo “pausa” en la película. La figura se acercó y empezó a halar de las cobijas con violencia, queriendo destaparme y sacarme de la cama. Con la misma furia respondí al asalto y le dije con voz firme: “¡suelta la cobija, carajo, suelta!”
La siguiente noche que se presentó yo no estaba sola y tampoco estaba en mi habitación. Había salido con una amiga a un show de danza en un teatro pequeño. Con temor de que pudiera sufrir un ataque de ansiedad como se estaba haciendo costumbre cuando trataba de socializar, decidí tomar la medicina que mi padre guarda en su velador. No consideré la dosis y simplemente eché las gotas verdes en mi boca. El efecto tardó en venir cerca de dos horas, cuando el espectáculo estaba por terminar y mi vuelo por despegar. Justo al abrir la puerta de mi casa, el mundo se volteó. La medicina estaba subiendo rápidamente a mi cabeza, recorriendo ágil por mi sangre. Llamé por ayuda y me quedé en el jardín esperando a que el rescate llegase. No sé cuánto tiempo permanecí así, pero no moví un solo músculo. Apenas escuché que el auto paró, abrí la puerta y me lancé a los brazos de mi salvador. Entramos a la casa y nos dirigimos a la cocina para tomar un vaso de agua. Me agarré del lavabo, sintiendo que mi cuerpo se hacía pluma, y me desplomé. Cuando desperté, estaba siendo arrastrada a la habitación de huéspedes y acomodada con dificultad sobre la cama. Al cabo de un minuto, el espectro emergió de entre las tinieblas y me haló del brazo derecho, nuevamente queriendo botarme de la cama. Mi protector me sostenía de la cintura: “tranquila, yo estoy contigo.” Luego de tres inclementes intentos, el dementor se esfumó.
Pasaron algunos meses de parcial tranquilidad, y digo parcial, porque el miedo de que el hecho fuera recurrente no me dejaba en paz. Para entonces, ya había recurrido a los fármacos para suprimir los episodios de pánico que surgían sin razón aparente y mi lógica decía que mientras mi mente estuviera controlada con químicos que conectaran bien las neuronas y neurotransmisores, estaría a salvo. Luego de un día relativamente feliz, en un país distante, en una casa extraña, pero de amigos extraordinarios, me dispuse a dormir en la cama improvisada en un rincón del estudio. Un sueño profundo y reparador quería aterrizar en mí, arropado con un edredón grueso de invierno. Le veo a mi madre acostada en el lado derecho de la cama como cuando estaba viva. La imagen es absolutamente nítida. Le busco con ansias y sus ojos me encuentran enseguida, de sopetón. Se aproxima vertiginosamente hacia mí y de repente desaparece, no le veo más. La pantalla se torna oscura en un microsegundo y al siguiente instante siento el abrazo, cálido y delicado al inicio, glacial y sombrío al final. El espectro se transfigura: mi madre es el dementor que me cubrió como una manta de hielo negro. Me respira profundo, tocando la punta de mi nariz mientras me embiste el ahogo. La tregua había concluido.
La medicación para combatir la depresión, y que curiosamente también se recetaba para la esquizofrenia, describía en el prospecto algunos efectos secundarios, entre ellos: mareo, dolor muscular, aumento del apetito, perturbación, problemas de la visión y trastornos del sueño. Hace tres lunas me levanté a la madrugada para ir al baño y sentí en mi cuerpo esa aturdida sensación de estar semi despierta, o semi dormida. Apenas me acosté de nuevo supe que sería víctima, una vez más, de la parálisis del sueño. Esperé sentir la familiar agitación y aguardé a que la oscuridad me envolviera. Aún sabiendo el estado de consciencia en el que esto sucedía, y de acuerdo a la explicación médica, no tuve otra reacción que la habitual: angustia. Esta vez el abrazo pavoroso duró menos, porque hice un esfuerzo mental por despertarme rápido. Suspiré aliviada, pero por poco tiempo, ya que sabía que caería en la somnolencia superficial y eso podía causar otro incidente. Finalmente, me dejé vencer por el cansancio.
Sigo mirando al techo fijamente, con los ojos bien abiertos. En mi periferia puedo ver que la sombra se acerca. Se apoya en el filo de la cama y siento el peso de su forma etérea hundir el colchón. Percibo su brazo deslizarse por debajo de mi espalda y su aliento gélido en mi oreja izquierda. Se dispone a changarme como iguana; esta vez pretende devorarme entera.