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La guitarra – Julieta Muñoz
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Guitarra Chiliquinga
11 Aug

La guitarra

La guitarra reposa sobre el sofá verde, como si fuese una persona durmiendo. El niño toma un descanso de su concierto íntimo, como solista, sentado en la silla de mimbre. Hace tronar los dedos de ambas manos tres veces y luego alza los brazos para estirarlos. Está pensando en la siguiente obra que va a interpretar. Un pasillo que su padre compuso y que ha estado practicando los últimos meses, aún sin lograr perfeccionarlo, pero se anima a tocarlo de todos modos, con errores y notas desentonadas. La práctica hace al maestro. Toca la primera parte sin mayor problema, pero se traba varias veces en la segunda parte que es más elaborada. En ocasiones los dedos no alcanzan a presionar bien las cuerdas sobre el diapasón correspondiente—son muy cortos—y el acorde rechina. Repite la primera parte más veces de las que debería y se salta a la tercera parte que domina mejor. Una vez terminada la pieza, la repite, pero sin la segunda parte. Antes de finalizar, improvisa un par de notas, a forma de coro del pasillo, su propia invención, relativamente simple, pero melódica.

Nuevamente toma un descanso, deja la guitarra sobre el sillón y se va a la cocina a tomar una Coca Cola. ¡La chispa de la vida!–eso dicen los comerciales. La combinación de la cafeína y el azúcar en efecto prenden una chispa en su cuerpo, como avivándolo. En unos años quizás se aferre al café, o al vino tinto, pero por ahora la Coca Cola #esloquehay. Vuelve a la sala y mira la guitarra recostada sobre el sofá verde, un poco chueca. Se acerca y admira detenidamente todas sus partes: las seis clavijas que delicadamente ajusta para afinar las notas; el mástil, recto y perfecto, dividido por los varios trastes; coloca su mano en el arco y bordea todo el cuerpo curvilíneo, pasando por la roseta y el puente. Su madera fina crea una caja de resonancia única, característica y calidad asegurada del maestro Chiliquinga. Finalmente, recorre con sus dedos las seis cuerdas recién compradas, presionándolas para sentir el poder sonoro de cada una. Toma el mango y para la guitarra sobre el sillón; es casi de su tamaño, erguida como una mujer elegante y orgullosa. Se sienta lentamente y al momento de colocarse la guitarra sobre las piernas, listo para retomar el concierto, le invade el impulso de abrazarla y la envuelve suavemente con sus brazos, apoyando la cabeza por encima del arco. Cierra los ojos y siente que la guitarra le devuelve el abrazo, siente unos brazos rodeándole, siente un aliento cálido. Transcurre el tiempo, lento o rápido, no importa, pero el niño está contento. El gato, apodado El Ruso, que ha aparecido de la nada, maúlla bajito, como reclamando cariños, y se frota contra la espalda del muchacho, arqueándose.

Entonces se oye un puertazo y unos pasos apresurados entran a la sala. El gato sale disparado como si hubiese recibido un palazo.

— ¿Qué haces?—reclama una voz agitada.

—Estoy abrazando a mamá—replica el niño, aún con los ojos cerrados.

—Es mi guitarra de colección, ya sabes que no me gusta que la cojas.

Abre los ojos que brillan porque se han aguado de la emoción, más que del regaño.

—Estaba dándole una serenata a mamá y le gustó tanto que me dio un abrazo.

—Ya hemos hablado de eso, tu mamá se ha ido. Estás abrazando a la guitarra.

El niño desprende la guitarra de su pecho, como con miedo a que se quiebre.

—Mi público también me ha aplaudido y esperan el encore. Voy tocar el pasillo de nuevo. ¿Quieres escucharlo?

—¿Público? ¿Qué público? ¿El gato? —el animal ha vuelto a la sala y está sentado en la silla de mimbre. Ignorando la pregunta, el niño responde:

—Mamá siempre viene cuando toco tu pasillo. Creo que es su favorito.

— ¡Deja esas tonterías! Ve a tu cuarto y haz tus deberes. —Le quita la guitarra bruscamente y sale de la sala, su cara enfurecida.

El niño se queda sentado en el sillón verde, encorvado y con los ojos cerrados, mientras caen lágrimas de sus mejillas, en total silencio. Piensa en la guitarra que le han arrebatado: Sin música no hay vida—sin amor tampoco. El Ruso, su única compañía en esa casa desolada, siempre pendiente él, algo raro en un gato, salta sobre su espalda y ronronea, a la vez que clava suavemente sus garras en el jersey del muchacho. Luego de unos minutos, el niño se levanta (el gato se tira al suelo), hace una venia pronunciada a su público selecto, ese público que sólo él puede ver, les agradece por siempre asistir a sus grandes conciertos y se despide de su madre, mandándole un beso volado.

Julieta